sábado, 24 de septiembre de 2016

¿POR QUÉ SOMOS CORTOPLACISTAS?

La historia de la psicología está plagada de curiosos experimentos que, de algún modo, nos han ayudado a entender gran parte del comportamiento humano. De los más notables, y que me impactaron especialmente, fueron dos. El primero, el éticamente cuestionado experimento social de Stanley Milgran, psicólogo de la Universidad de Yale, en el que hacía creer a sus participantes que estaban aplicando descargas eléctricas a un segundo participante (en realidad era un cómplice del experimentador y tales descargas nunca llegaban a producirse) para probar así cuán eficaz era ejercer este tipo de castigo en tareas de aprendizaje memorístico, y así, de este modo, garantizar el mismo.  El segundo, el divertidísimo experimento de Salomon Asch, psicólogo norteamericano de la Universidad de Harvard, quien demostró, en su estudio sobre la conformidad, que la presión social podría inducir al individuo a cometer errores de forma voluntaria por no contradecir la opinión del grupo.



Uno de los más elegantes experimentos realizados en psicología lo llevó a cabo Walter Mischel, psicólogo de la Universidad de Standford, allá por los años setenta del siglo pasado. Fue un estudio longitudinal y correlacional, esto es, por un lado utilizó a los mismo sujetos a lo largo del tiempo y, por otro, buscó, en la fase final del estudio, semejanzas entre los individuos que obtuvieron similares resultados en la fase inicial del experimento. En el experimento Mischel les hacía elegir a los  niños una de entre dos posibles opciones: o bien comerse un malvavisco (golosina) en ese preciso instante o, por el contrario, comerse dos malvaviscos si él era lo suficientemente paciente como para esperar a que el experimentador volviese de hacer un recado. Hubo niños que no dudaron en comerse la ansiada golosina pocos segundos después de que el experimentador saliera por la puerta. Otros, en cambio, hicieron uso de un sinfín de ingeniosos recursos y divertidas estrategias para no sucumbir a la tentación. De entre las artimañas más utilizadas estaban dejar de mirar el malvavisco, cantar e incluso chupar la golosina y volverla a dejar en el plato; todo un esfuerzo para estos pequeños que, por aquel momento, debían rondar los 4-5 años. Mischel registró lo que cada niño hizo en la prueba y, tras recopilar todos los datos de cada uno de los participantes, archivó los resultados.

Veinte años después Mischel desempolvó los datos y fue en busca de los jóvenes que en aquella primera fase tuvieron que mirar cara a cara al diablo de la tentación. Lo que Mischel encontró fue que aquellos niños que dos décadas antes habían claudicado y perecido a la tentación habían tenido más problema de comportamiento en la escuela y en el hogar, peores relaciones interpersonales, incluida sus relaciones de pareja y, además, gozaban de peores puestos de trabajo, esto último quizás correlaciona con el mal comportamiento y el peor rendimiento académico que estos obtuvieron en comparación con aquellos quienes, dos décadas antes, pudieron esperar pacientemente a que el experimentador volviera de hacer su recado y que, además, tuvieron el privilegio de comer dos malvaviscos; pues éstos pacientes muchachos gozaban actualmente de relaciones más estables, de mejores puestos de trabajo y, en definitiva, de una vida más feliz. Pues ya lo decía Rousseau, “la paciencia es amarga, pero su fruto es dulce”.

El experimento de Mischel nos muestra dos ideas. La primera es que no le faltaba razón al bueno de Rousseau cuando le otorgó sabor al hecho de esperar; la segunda, y quizás más inquietante, es que quizás esa capacidad de esperar la dulce recompensa pudiera estar determinada genéticamente.  Sin embargo, y numerosos estudios dan muestra de ello, no podemos obviar que una predisposición genética no implica una manifestación de una determinada conducta, habiéndose encontrados diversos factores que pueden explicar el comportamiento humano. En el caso de la depresión, por ejemplo, se ha visto que existe una vulnerabilidad genética para manifestar el trastorno depresivo, pero para que éste se manifieste debe haber un estímulo desencadenante; de lo contrario, un individuo que presente dicha vulnerabilidad genética y que no sufra a lo largo de su vida ninguna experiencia afectiva negativa que pudiera dar expresión a esos genes podría no manifestar ningún episodio depresivo. Además, y esto es lo más sorprendente, una persona que no tenga dicha vulnerabilidad genética, esa predisposición para manifestar un trastorno depresivo, podría manifestarlo debido a la vivencia de una experiencia lo suficientemente negativa como para hacer que se manifieste dicho trastorno. Lo sorprendente y llamativo de esto último es que, si eso ocurre, esa experiencia negativa que ha desarrollado el trastorno, incluso sin disponer de los genes precisos para ello, podría modificar el ADN de la persona y, por ende, podría, ahora sí, transmitir a su descendencia dichos genes. A este último concepto se le llamó epigenética. El término epigenética fue propuesto en 1939 por Conrad Hal Waddington y se refiere a todos los mecanismos no genéticos, es decir, que no se explican por los genes, que alteran la expresión de los mismos y que, por ende, define el fenotipo (comportamiento observable) del organismo. La alteración de los genes, posteriormente heredables éstos, debido a una experiencia ambiental determinada.

De este modo debemos asumir que la genética no determina, per sé, un comportamiento determinado y que es, tal y como se ha visto en numerosas investigaciones, la interacción del ambiente con esos genes los que va a desarrollar un determinado comportamiento en el individuo; y esta es la buena y esperanzadora noticia para aquellos que quieran modificar su comportamiento.

Mientras comentaba con un colega los sorprendentes resultados de los experimentos de Mischel, éste, mi amigo, no Mischel, utilizó un término que mi ignorancia creyó inexistente pero que posteriormente descubrí que era tan válido, ortográficamente hablando, como aclaratorio de nuestro comportamiento: cortoplacistas. “Nosotros somos cortoplacistas” argumentó mi buen amigo Rafa.

Si, por un momento, repasamos la filogenia de nuestro cerebro podremos entender por que, aun teniendo la capacidad para actuar de forma contraria, somos, como dice mi amigo Rafa, y como contempla la R.A.E, seres cortoplacistas.

Sin intención de jactarme de mis conocimientos neuroanatómicos y neurofuncionales, y de paso no dejarme a mí mismo en evidencia antes quienes sí son expertos en la materia, solo deseo incidir brevemente en un par de nociones sobre el origen y desarrollo de nuestro cerebro. Evolutivamente hablando, podríamos decir que nuestro cerebro se divide en tres partes bien diferenciadas y que aparecieron con miles de años de diferencia. En primer lugar, tenemos la parte más primitiva de nuestro cerebro, el cerebro reptiliano, y comprende principalmente el tallo cerebral. Su funcionamiento no va más allá de controlar los procesos vitales tales como la respiración, el ritmo cardíaco o los procesos digestivos, entre otros. Una lesión en esta zona tiene consecuencias nefastas, sin olvidar que la recuperación es prácticamente improbable, ya que los mecanismos plásticos que en el cerebro acontecen ocurren, en mayor medida, en zonas más superficiales del encéfalo. En segundo lugar tenemos, por encima del tallo cerebral, el sistema límbico, conocido también como cerebro emocional y que, como tal, se encarga de los procesos emocionales, entre otros como el aprendizaje y la memoria. Por último, y más reciente, tenemos el cortex, o corteza cerebral, situada en la parte más superficial del encéfalo y justo debajo del cráneo, la parte más joven de nuestro cerebro. La corteza cerebral se encarga de los procesos cerebrales más complejos, como el razonamiento, el habla o la conciencia. Concretamente la corteza prefrontal, la parte más rostral del encéfalo, se encarga de, entre otras muchísimas cosas, de la prospección, esto es, la capacidad de adelantarnos al futuro y de pensar en él.

No tengo duda al afirmar que el hecho de que existan diferencias individuales a la hora de ser capaces de mostrar un comportamiento más o menos cortoplacista (cuando realmente sí se es capaz de comprender que la espera obtendrá mejores resultados) podría estar determinado por una variabilidad funcional en estas estructuras tan recientes filogenéticamente hablando.

No cabe duda, y gracias a que es así, que el funcionamiento de nuestro cerebro reptiliano es extremadamente eficaz o, por lo menos, lo es en condiciones normales. Así, igualmente, aunque no de forma tan precisa como el reptiliano, nuestro cerebro emocional es difícilmente criticable, en cuanto a la eficacia de su funcionabilidad. Poco probable es que ante una aparente amenaza nuestro cerebro no dispare una emoción que haga que se ponga en marcha todos los mecanismos necesarios para hacer frente a dicha amenaza. Sin embargo, no suele ocurir lo mismo con la corteza cerebral, la parte más reciente de nuestro cerebro en cuanto a la filogenia del mismo se refiere. Un claro ejemplo es el de la conducta de riesgo de los adolescentes, explicada ésta por una falta de maduración de las áreas frontales del cerebro que tienen que ver con el control de los impulsos y la toma de decisiones (esto mismo pasa con los más mayores y su comportamiento inadecuado, socialmente hablando, debido al deterioro de esas mismas áreas que en los adolescentes aún no han madurado; pues esta zona es la que madura de forma más tardía y la que antes degenera). Así, la capacidad de prospección (pero no solo de prospección, sino de controlar el impulso de, por ejemplo, comerse el malvavisco) podría venir dada por el desarrollo y correcto funcionamiento de estas áreas frontales. En tiempos más actuales no hubiera estado mal introducir a los participante de Mischel en la máquina de resonancia magnética para ver la neuroanatomía de sus cerebros.

Pero hay dos buenas noticias. La primera es que, como vimos anteriormente, estamos ya lejos, y gracias, a ese determinismo genético que dominó a finales de siglo pasado; por lo tanto, lo que hacemos sí tiene peso, y tanto, en nuestro comportamiento final. La segunda es que la corteza cerebral es la parte del cerebro donde la plasticidad cerebral (término rerferido a la capacidad del sistema nervioso para cambiar su estructura y su funcionamiento a lo largo de su vida, como reacción a la diversidad del entorno) se hace más evidente y, por ende, donde los cambios en la funcionabilidad del cerebro son mas factibles. La segunda explicaría la primera.

De este modo tenemos en nuestra mano el cambio y la decisión, en última instancia, de controlar todas y cada una de nuestra decisiones.

Sin embargo, no podemos olvidar que, aunque la genética no sea determinante, y que es la interacción genes – ambiente la que finalmente determina nuestro comportamiento final, nuestro cerebro tiene la tendencia de automatizar comportamientos. Así lo hizo cuando aprendimos a conducir o a montar en bici, pero también con nuestra forma de hablar, de reír, sobre nuestros gustos gastronómicos, musicales o sexuales y, cómo no, sobre nuestros pensamientos y conductas. Sí, también sobre nuestra capacidad para ser más o menos cortoplacistas. El reto, una vez más, está en darse cuenta de ello y poner en marcha esa áreas cerebrales que tienen que ver con la toma de decisiones y tomar así la determinación de producir cambios en nuestro cerebro y, por ende, en nuestro comportamiento. Solo hay que tener en cuenta que el proceso del cambio va ser incómodo y trabajoso el tiempo necesario para que el cerebro se acostumbre y automatice la conducta, como cuando aprendiste a conducir. En definitiva eres tú el responsable, en última instancia, de configurar tu cerebro y, por consiguiente, ser aquella persona que siempre has querido ser.


No sé quién dijo aquello de que “quizás dentro de veinte años te lamente de no haber comenzado hoy”.

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