La historia de la psicología está plagada de curiosos
experimentos que, de algún modo, nos han ayudado a entender gran parte del
comportamiento humano. De los más notables, y que me impactaron especialmente,
fueron dos. El primero, el éticamente cuestionado experimento social de Stanley
Milgran, psicólogo de la Universidad de Yale, en el que hacía creer a sus
participantes que estaban aplicando descargas eléctricas a un segundo
participante (en realidad era un cómplice del experimentador y tales descargas
nunca llegaban a producirse) para probar así cuán eficaz era ejercer este tipo
de castigo en tareas de aprendizaje memorístico, y así, de este modo,
garantizar el mismo. El segundo, el
divertidísimo experimento de Salomon Asch, psicólogo norteamericano de la
Universidad de Harvard, quien demostró, en su estudio sobre la conformidad, que
la presión social podría inducir al individuo a cometer errores de forma
voluntaria por no contradecir la opinión del grupo.
Uno de los más elegantes experimentos realizados en
psicología lo llevó a cabo Walter Mischel, psicólogo de la Universidad de
Standford, allá por los años setenta del siglo pasado. Fue un estudio
longitudinal y correlacional, esto es, por un lado utilizó a los mismo sujetos
a lo largo del tiempo y, por otro, buscó, en la fase final del estudio, semejanzas
entre los individuos que obtuvieron similares resultados en la fase inicial del
experimento. En el experimento Mischel les hacía elegir a los niños una de entre dos posibles opciones: o
bien comerse un malvavisco (golosina) en ese preciso instante o, por el
contrario, comerse dos malvaviscos si él era lo suficientemente paciente como para
esperar a que el experimentador volviese de hacer un recado. Hubo niños que no
dudaron en comerse la ansiada golosina pocos segundos después de que el
experimentador saliera por la puerta. Otros, en cambio, hicieron uso de un
sinfín de ingeniosos recursos y divertidas estrategias para no sucumbir a la
tentación. De entre las artimañas más utilizadas estaban dejar de mirar el
malvavisco, cantar e incluso chupar la golosina y volverla a dejar en el plato;
todo un esfuerzo para estos pequeños que, por aquel momento, debían rondar los
4-5 años. Mischel registró lo que cada niño hizo en la prueba y, tras recopilar
todos los datos de cada uno de los participantes, archivó los resultados.
Veinte años después Mischel desempolvó los datos y fue en
busca de los jóvenes que en aquella primera fase tuvieron que mirar cara a cara
al diablo de la tentación. Lo que Mischel encontró fue que aquellos niños que
dos décadas antes habían claudicado y perecido a la tentación habían tenido más
problema de comportamiento en la escuela y en el hogar, peores relaciones
interpersonales, incluida sus relaciones de pareja y, además, gozaban de peores
puestos de trabajo, esto último quizás correlaciona con el mal comportamiento y
el peor rendimiento académico que estos obtuvieron en comparación con aquellos
quienes, dos décadas antes, pudieron esperar pacientemente a que el
experimentador volviera de hacer su recado y que, además, tuvieron el privilegio
de comer dos malvaviscos; pues éstos pacientes muchachos gozaban actualmente de
relaciones más estables, de mejores puestos de trabajo y, en definitiva, de una
vida más feliz. Pues ya lo decía Rousseau, “la paciencia es amarga, pero su
fruto es dulce”.
El experimento de Mischel nos muestra dos ideas. La primera
es que no le faltaba razón al bueno de Rousseau cuando le otorgó sabor al hecho
de esperar; la segunda, y quizás más inquietante, es que quizás esa capacidad
de esperar la dulce recompensa pudiera estar determinada genéticamente. Sin embargo, y numerosos estudios dan muestra
de ello, no podemos obviar que una predisposición genética no implica una
manifestación de una determinada conducta, habiéndose encontrados diversos
factores que pueden explicar el comportamiento humano. En el caso de la
depresión, por ejemplo, se ha visto que existe una vulnerabilidad genética para
manifestar el trastorno depresivo, pero para que éste se manifieste debe haber
un estímulo desencadenante; de lo contrario, un individuo que presente dicha
vulnerabilidad genética y que no sufra a lo largo de su vida ninguna
experiencia afectiva negativa que pudiera dar expresión a esos genes podría no
manifestar ningún episodio depresivo. Además, y esto es lo más sorprendente,
una persona que no tenga dicha vulnerabilidad genética, esa predisposición para
manifestar un trastorno depresivo, podría manifestarlo debido a la vivencia de
una experiencia lo suficientemente negativa como para hacer que se manifieste
dicho trastorno. Lo sorprendente y llamativo de esto último es que, si eso
ocurre, esa experiencia negativa que ha desarrollado el trastorno, incluso sin
disponer de los genes precisos para ello, podría modificar el ADN de la persona
y, por ende, podría, ahora sí, transmitir a su descendencia dichos genes. A
este último concepto se le llamó epigenética. El término epigenética fue
propuesto en 1939 por Conrad Hal Waddington y se refiere a todos los mecanismos
no genéticos, es decir, que no se explican por los genes, que alteran la
expresión de los mismos y que, por ende, define el fenotipo (comportamiento
observable) del organismo. La alteración de los genes, posteriormente
heredables éstos, debido a una experiencia ambiental determinada.
De este modo debemos asumir que la genética no determina, per
sé, un comportamiento determinado y que es, tal y como se ha visto en numerosas
investigaciones, la interacción del ambiente con esos genes los que va a
desarrollar un determinado comportamiento en el individuo; y esta es la buena y
esperanzadora noticia para aquellos que quieran modificar su comportamiento.
Mientras comentaba con un colega los sorprendentes resultados
de los experimentos de Mischel, éste, mi amigo, no Mischel, utilizó un término
que mi ignorancia creyó inexistente pero que posteriormente descubrí que era
tan válido, ortográficamente hablando, como aclaratorio de nuestro
comportamiento: cortoplacistas.
“Nosotros somos cortoplacistas” argumentó mi buen amigo Rafa.
Si, por un momento, repasamos la filogenia de nuestro cerebro
podremos entender por que, aun teniendo la capacidad para actuar de forma
contraria, somos, como dice mi amigo Rafa, y como contempla la R.A.E, seres
cortoplacistas.
Sin intención de jactarme de mis conocimientos
neuroanatómicos y neurofuncionales, y de paso no dejarme a mí mismo en
evidencia antes quienes sí son expertos en la materia, solo deseo incidir
brevemente en un par de nociones sobre el origen y desarrollo de nuestro
cerebro. Evolutivamente hablando, podríamos decir que nuestro cerebro se divide
en tres partes bien diferenciadas y que aparecieron con miles de años de
diferencia. En primer lugar, tenemos la parte más primitiva de nuestro cerebro,
el cerebro reptiliano, y comprende principalmente el tallo cerebral. Su funcionamiento
no va más allá de controlar los procesos vitales tales como la respiración, el
ritmo cardíaco o los procesos digestivos, entre otros. Una lesión en esta zona
tiene consecuencias nefastas, sin olvidar que la recuperación es prácticamente
improbable, ya que los mecanismos plásticos que en el cerebro acontecen ocurren,
en mayor medida, en zonas más superficiales del encéfalo. En segundo lugar
tenemos, por encima del tallo cerebral, el sistema límbico, conocido también
como cerebro emocional y que, como tal, se encarga de los procesos emocionales,
entre otros como el aprendizaje y la memoria. Por último, y más reciente,
tenemos el cortex, o corteza cerebral, situada en la parte más superficial del
encéfalo y justo debajo del cráneo, la parte más joven de nuestro cerebro. La
corteza cerebral se encarga de los procesos cerebrales más complejos, como el
razonamiento, el habla o la conciencia. Concretamente la corteza prefrontal, la
parte más rostral del encéfalo, se encarga de, entre otras muchísimas cosas, de
la prospección, esto es, la capacidad de adelantarnos al futuro y de pensar en
él.
No tengo duda al afirmar que el hecho de que existan diferencias
individuales a la hora de ser capaces de mostrar un comportamiento más o menos
cortoplacista (cuando realmente sí se es capaz de comprender que la espera
obtendrá mejores resultados) podría estar determinado por una variabilidad
funcional en estas estructuras tan recientes filogenéticamente hablando.
No cabe duda, y gracias a que es así, que el funcionamiento
de nuestro cerebro reptiliano es extremadamente eficaz o, por lo menos, lo es
en condiciones normales. Así, igualmente, aunque no de forma tan precisa como
el reptiliano, nuestro cerebro emocional es difícilmente criticable, en cuanto
a la eficacia de su funcionabilidad. Poco probable es que ante una aparente
amenaza nuestro cerebro no dispare una emoción que haga que se ponga en marcha
todos los mecanismos necesarios para hacer frente a dicha amenaza. Sin embargo,
no suele ocurir lo mismo con la corteza cerebral, la parte más reciente de
nuestro cerebro en cuanto a la filogenia del mismo se refiere. Un claro ejemplo
es el de la conducta de riesgo de los adolescentes, explicada ésta por una
falta de maduración de las áreas frontales del cerebro que tienen que ver con
el control de los impulsos y la toma de decisiones (esto mismo pasa con los más
mayores y su comportamiento inadecuado, socialmente hablando, debido al
deterioro de esas mismas áreas que en los adolescentes aún no han madurado;
pues esta zona es la que madura de forma más tardía y la que antes degenera).
Así, la capacidad de prospección (pero no solo de prospección, sino de controlar
el impulso de, por ejemplo, comerse el malvavisco) podría venir dada por el
desarrollo y correcto funcionamiento de estas áreas frontales. En tiempos más actuales
no hubiera estado mal introducir a los participante de Mischel en la máquina de
resonancia magnética para ver la neuroanatomía de sus cerebros.
Pero hay dos buenas noticias. La primera es que, como vimos
anteriormente, estamos ya lejos, y gracias, a ese determinismo genético que
dominó a finales de siglo pasado; por lo tanto, lo que hacemos sí tiene peso, y
tanto, en nuestro comportamiento final. La segunda es que la corteza cerebral
es la parte del cerebro donde la plasticidad cerebral (término rerferido a la
capacidad del sistema nervioso para cambiar su estructura y su funcionamiento a
lo largo de su vida, como reacción a la diversidad del entorno) se hace más
evidente y, por ende, donde los cambios en la funcionabilidad del cerebro son
mas factibles. La segunda explicaría la primera.
De este modo tenemos en nuestra mano el cambio y la decisión,
en última instancia, de controlar todas y cada una de nuestra decisiones.
Sin embargo, no podemos olvidar que, aunque la genética no
sea determinante, y que es la interacción genes – ambiente la que finalmente
determina nuestro comportamiento final, nuestro cerebro tiene la tendencia de
automatizar comportamientos. Así lo hizo cuando aprendimos a conducir o a
montar en bici, pero también con nuestra forma de hablar, de reír, sobre
nuestros gustos gastronómicos, musicales o sexuales y, cómo no, sobre nuestros
pensamientos y conductas. Sí, también sobre nuestra capacidad para ser más o
menos cortoplacistas. El reto, una vez más, está en darse cuenta de ello y
poner en marcha esa áreas cerebrales que tienen que ver con la toma de
decisiones y tomar así la determinación de producir cambios en nuestro cerebro
y, por ende, en nuestro comportamiento. Solo hay que tener en cuenta que el
proceso del cambio va ser incómodo y trabajoso el tiempo necesario para que el
cerebro se acostumbre y automatice la conducta, como cuando aprendiste a
conducir. En definitiva eres tú el responsable, en última instancia, de configurar
tu cerebro y, por consiguiente, ser aquella persona que siempre has querido
ser.
No sé quién dijo aquello de que “quizás dentro de veinte años
te lamente de no haber comenzado hoy”.