Una mirada, la mirada, al igual que un
sonido estridente, un sonido atronador cuando se acerca la tormenta, provocan y
evocan en primera instancia una emoción inherente al ser humano. Las señales
viajan desde los órganos de los sentidos, vista u oído, hasta el corazón del
cerebro, a una parte concreta de nuestro cerebro llamada tálamo. Es la estación
de relevo sensorial, por decirlo de alguna manera; el lugar donde todo lo que
percibimos, bueno o malo, queda registrado. De ahí, cual mensajero de los
sentidos, distribuye éstos a diferentes partes. Entre ellas, dos regiones
específicas, el cerebro emocional (sistema límbico –amígdala) y el cerebro
racional (córtex), cuando se habla de una emoción determinada, como el miedo, o
el amor.
Estabas sentada frente a mí, no sé si por
causas del destino, por la desnuda casualidad o porque el subconsciente se
mostraba caprichoso de tu amor aquella fría tarde de invierno. Pero ahí estabas tú, justo delante de mí, con
esa sonrisa que elevaba tu rostro hasta el infinito, con esa mirada focalizada
en mis ojos tristes que parecían despertar con cada sonido que emanaba de esos
sensuales y carnosos labios. Recuerdo cuándo quedé prendido por ti, cuando mi
cerebro emocional despertó, movilizando todos los órganos de mi cuerpo,
acelerando mi corazón, como cuando cruzas aquel pasaje oscuro en una lúgubre
noche invernal; pero ahora no era por miedo, sino por tenerte enfrente,
mirándome, hablándome, y ese registro a fuego para siempre, o para nunca,
cuando uno de tus ojos, con el más tierno de todos los gestos posibles, me
regaló un beso de amor en forma de guiño.
Luego la señal viajó a la razón,
analizando todo lo ocurrido, evaluando esa tierna mirada, esa apacible voz y
ese maravilloso y dulce gesto, mientras aun me temblaba y vibraba todo el
cuerpo. Ahí es donde sientes de verdad, ahí es donde esa emoción se transforma
en sentimiento, ahí es donde quise que el tiempo se detuviera para siempre,
cuando pensé en la llegada del momento en el que te tuviera entre mis brazos,
en el momento en el que poder susurrarte al oído todos los “te amo” del mundo,
ahí es cuando supe que eras tú.
Y…¿ahora?
Ahora te marchas, resignado ante la
impermanencia del momento, ese que no existe, el que se transforma en pasado a
cada instante, con cada suspiro de vida, como la ola que muere en tus pies, en
la orilla solitaria y triste que solo ve la majestuosidad de ésta en la
distancia, viéndola morir, justo cuando la tiene más cerca. Te marchas pero te
llevas tatuado, grabado, esculpido y tallado el poderoso sentimiento del amor.
Pasan los días y las semanas, y tu
pensamiento, ese que gobierna y dirige tus motivaciones, impulsos y, por ende,
tu conducta, refuerza ese sentimiento, pues ellos, los pensamientos, están
dirigidos a aquel momento que nunca olvidarás, el momento de la apacible voz,
la tierna mirada y el dulce guiño del amor. Tu razón sigue ahí, funcionando con
los quehaceres de la vida cotidiana. Evaluando todas las situaciones,
planificando tu vida, tomando decisiones más o menos de una forma lo
suficientemente acertada para que sobrevivas en este caótico mundo.
Pero ahora, en este instante, ya no es la
razón la punta del iceberg, y lo sabes,
porque a cada instante que se distrae tu atención, tu imaginación viaja en el
tiempo en busca del instante en el que deseaste que se parara el tiempo en esa
tarde fría de invierno donde, la casualidad, el destino o el inconsciente
caprichoso decidieron que ahí te enamorarías para siempre.
Ahora esperas, cauto, prudente y
reservado, que la vida te devuelva en el futuro aquel instante. Razón y emoción
trabajan, coexisten en un mismo espacio “terrenal”, pero sin colapsar el uno a
otro, respetándose, mimándose incluso, como esos gemelos separados al nacer que
pueden percibir en la distancia a su exacto.
Y el momento llega en forma de verano, de
lunas llena rociadas por fuegos artificiales, de momentos del vino, de
canciones susurradas en un balcón, con el aroma a dama de noche floreciendo con
la llegada de la noche, coincidiendo con tu llegada.
Y el tiempo pasa, el verano se acaba, las
aves que llegaron en busca de calidez ya hace tiempo marcharon a tierras del
sur, las canciones suspiradas no se oían con el bullicio de la cuidad. El
tiempo escasea y no vuelve, es irrecuperable. El sol se apaga antes, las lunas
no salen y los fuegos artificiales no arden donde el frío reina. Te apresuras,
no tienes tiempo. Cargas, labores y obligaciones que necesitan planificación y
control. Nuestro cerebro se vuelve egoísta. La armoniosa coexistencia entre
razón y emoción muere, inexorablemente, en pos de la supervivencia material,
ramplona y grosera. La razón adquiere el control, el dominio y la instancia y
coacción de nuestra emoción, que queda sucumbida, expirada, muerta, olvidada.
Allá fueron los momentos del vino, de
lunas llenas rociadas por fuegos artificiales, de canciones susurradas en un
balcón, del aroma de dama de noche que florecía y lo invadía todo con tu
llegada.
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