Y allí estaban todos, esperando su turno…
Una decena de personas sentadas en fila,
una al lado de la otra. Nueve de ellos eran los cómplices del experimentador,
mientras que el décimo serviría de “cobaya” experimental. Enfrente de los diez un
ordenador portátil con una imagen. En ella se ven tres figuras (a, b y c). Cada
figura muestra simplemente una línea de una longitud determinada. La línea “a”
es la más larga, seguida de la “b” y, por último, la línea “c” es la más pequeña.
A los diez participantes, de forma secuencial, se les fue preguntando en voz
alta sobre qué línea de las tres creían ellos que era la más larga. Los cómplices
estaban advertidos de que tenían que decir siempre una opción errónea, en este
caso la opción “c”. La “víctima” experimental sería preguntado en último lugar,
tras oír las respuestas de todos los demás.
No dejaba de ser divertido, desde mi
posición de experimentador, ver la cara de circunstancia de nuestra pobre
víctima mientras oía, una y otra vez, la respuesta falsa. Llegado su turno lo
que cabía de esperar.
-¿Cuál
cree usted que es la línea más larga de entre las que se ven en pantalla?
-La
“c”.
No nos lo podíamos creer. Lo repetimos
diez veces, con diez individuos diferentes, chicos y chicas. Era sorprendente.
Salomon Asch realizó este experimento en
1951 con 123 personas y el 33% se dejó llevar por la opción mayoritaria, aún
siendo absolutamente distinguible las longitudes de las líneas. En 2014 nosotros
lo replicamos de idéntica forma. En nuestro caso la cifra se elevó al 55%
(aunque lo hicimos con un número reducido de participantes)
Conformidad, influencia social, presión
social..
Algo tan sencillo, simple y genial como
este experimento realizado a mediados del siglo pasado por Salomon Asch,
muestra cómo en numerosas ocasiones podemos adoptar una postura contraria a
nuestras propias creencias por encajar en el grupo, en el enjambre social. La
necesidad de aprobación, de no exclusión, de pertenencia. Somos animales
sociales, aunque eso a veces traiga consecuencias lamentables y desastrosas.
¿Qué somos capaces de hacer por seguir
perteneciendo al grupo de referencia, por seguir siendo parte de la manada?
La amistad, la empatía y la simpatía…
En nuestro anhelo de pertenencia, -como seres humanos y como animales sociales que somos- de
coexistir con los iguales, con la sociedad, buscamos aprobación incesante en un
mundo quizás alterado y adulterado por la fantasía barata del bienestar
inmediato; pues créeme que es más rápido cultivar una imagen que una mente, que
unas creencias, ¡qué más dan éstas si podemos sentirnos bien aquí y ahora! ¿Qué
importan mis creencias e ideales, mis principios? “¿Acaso los tengo?”
Un
día una persona me dijo que “hay que ser hipócrita” para así llevarte bien con
la gente y tener “amigos”
Otra
vez oí que “hay que ser egoísta en esta vida y pensar en uno mismo”
El cuerpo me temblaba, las manos
comenzaron a empaparse de sudor y el latir del corazón agitaba todo mi cuerpo.
¿En qué hemos de convertirnos para obtener la aprobación de unas personas a
las que seguramente no le importemos?
¿En qué nos convertiremos?
Hace no mucho, cuando estabas con un amigo, o pareja, y querías tomarte una foto con él o ella le pedías amablemente a alguien que por allí
pasara que por favor os hiciera la foto. Ahora preferimos coger un palo
“selfie”. Antes llevábamos un walkman, que era grande por “cojones”, por el
tamaño de la cinta, pero intentábamos que los auriculares fueran los más
pequeños posibles, por eso de la comodidad. Ahora llevamos unos reproductores
de música súper pequeños, pero unos auriculares que bien podrían utilizarse para
tiro al plato o para huir del ruido de un martillo percutor. ¿De verdad que es
cómodo ir a correr con el Iphone6 amarrado en el brazo con tremendos auriculares? Ahora los calcetines casi no deben verse con las zapatillas
deportivas, los guapos llevan barba y el pelo de una determinada manera -no soy
capaz de explicar cómo-. Camisetas estrechas y pantalón ancho, ¿o era de
pitillo, o tenía que verse el calzoncillo? Bueno, no pasa nada, son solo modas.
El problema es que la influencia social en
sí, que en cuanto a la moda se refiere no tiene, o no debería tener, trascendencia alguna -al
margen de muchos trastornos dismórficos existentes en los adolescentes y
adultos jóvenes-, sí tiene
consecuencias en cuanto a los comportamientos que genera en las personas
cuando la necesidad imperiosa por pertenecer al grupo, a la manada, a toda costa,
cueste lo que cueste, es lo importante, al margen de otros valores como las creencias y los principios con los que deberíamos haber sido educados, unos principios humanos, morales, en cualquier caso.
Esa necesidad, alentada quizás por la
falta de ideales y principios necesarios para sentirnos bien con nosotros mismos en esta época de la
vida que nos toca vivir –ahora no importan los principios, sino estar bien
guapos, lucir palmito, tener el mejor coche, la mejor casa, el mayor número de
“me gusta” en cualquier red social, los pantalones último modelo y aparentar,
mucho aparentar- hace que seamos capaces de hacer cualquier cosa.
En los experimentos de Asch podías quedar
como un individuo sin personalidad, moldeable, quizás con baja autoestima,
insegura. Pero en otras muchas situaciones el poder social, la influencia que
genera la necesidad de pertenencia puede ser atroz, y puede hacer que nos
convirtamos en la peor de todas las especies. Los experimentos de Milgran y las
descargas eléctricas, y de Zimbardo y la cárcel de Stanford son otros ejemplos
que no vamos a describir aquí, pero que son claro reflejo de lo que somos capaces
cuando somos influenciados por una autoridad o un grupo determinado.
Quizás lo que ocurra es que ahora, como
dije antes, no sea necesario tener principios, no es lo primordial. No es
básico, ni fundamental, tener unos ideales fieles a un pensamiento, al
pensamiento crítico. La atención reflexiva es la base del pensamiento crítico.
Una mente flexible, abierta, capaz de sopesar diferentes puntos de vistas, nada
de creencias arraigadas, nada de mentes cuadriculadas. Pero todo esto es una espiral, porque para llegar a tener un
pensamiento crítico y, por ende, la capacidad de tener esa atención reflexiva, es
necesario que las nociones básicas educacionales se hayan completado
exitosamente en los primeros años de vida, y ya sabemos cómo está la educación
actualmente. Como todo, en la educación está la base de lo que seremos en el
futuro y de cómo la sociedad estará organizada en los años venideros.
Entonces todo vale. Porque sin
principios, ¿qué somos? Unos lobos hambrientos de aprobación barata, unos
piratas del bienestar, unos ladrones de emociones y unos traficantes de
sentimientos.
Y ahí es cuando confundimos amistad,
simpatía, empatía, enamoramiento, querer, amor y sexo.
No hace mucho le pregunté a una persona, ya cercana a los cuarenta años de edad, sobre la empatía. Me dijo que no sabía lo que era,
que se lo explicara -literalmente-. No supo ni darme una definición mediocre. No me dijo “jolines, sé lo que es pero no sé explicártelo” -eso solía
funcionarme a mí cuando no tenia ni idea de lo que algún profesor o mis padres
me preguntaban- No, simplemente no lo sabía.
La influencia social, el poder de la
situación, en este momento en el que nos encontramos de la historia de la
humanidad, en este mundo materialista y superficial, es una tremenda bomba de
relojería.
El “bullying” es el más claro ejemplo de
una educación maltrecha y el poder social que se ejerce con la asociación entre
la falta de educación y la imperiosa necesidad biológica de pertenencia que
tenemos.
Pues ya lo dijo Christopher Mccandless
antes de morir solo y perdido en algún lugar remoto de Alaska: “La felicidad es solo real cuando es
compartida”.
Pero, ¿a costa de qué? ¿De no tener ideales
ni principios, de traficar con sentimientos y emociones?
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