Un tren viene a toda velocidad. Tú
observas cómo en las vías del tren hay cuatro personas atrapadas en un coche.
El impacto será inminente y letal. Desde tu segura posición puedes acceder a
una palanca que desviaría el convoy hacia una vía secundaria, pero en ésta se
encuentra un empleado de mantenimiento que morirá si desvías el aparato. Mueren
cuatro personas o muere una persona. ¿Qué harías?
Ahora una situación similar. Viene un
tren a toda velocidad. Observas lo mismo que antes, cuatro personas atrapadas
en un coche en mitad de las vías. El impacto será inminente. Tu estás en el seguro andén. Junto a ti
una persona muy grande con una pesada mochila a sus espaldas. Si empujas al corpulento señor
harás que el tren se frene y que no mate a las cuatro personas atrapadas en las vías dentro del coche, pero el caballero morirá. Mueren cuatro personas o muere
una persona. ¿Qué harías?
Parecen casos similares. La mayoría de la
gente no encuentra "ningún" problema en accionar la palanca del primer caso, pero
no empujaría al corpulento señor (o por lo menos se le nota la tensión cuando
piensa en ello), pues la acción de empujar al caballero ejerce una fuerza
emocional mucho más fuerte que accionar la palanca. ¿Qué diferencia hay si en
ambos casos estás matando a una persona para salvar cuatro vidas humanas?
Somos seres sociales por naturaleza.
Aprendimos que en sociedad podríamos obtener más ventajas que viviendo en
solitario. Enseguida se creó una moral social, en la que, obviamente, estaba
mal visto realizar una acción directa sobre un “igual” cuando éste pudiera
sufrir algún daño. Si hacíamos esto se disparaba nuestra alarma emocional sancionadora. Sin
embargo, por aquellos tiempos de cavernas y mamuts no existían palancas
accionar ni interruptores que pulsar, por lo que la acción de tomar la decisión
de pulsar un interruptor o accionar una palanca no ejerce en nosotros esa alarma emocional
tan fuerte, sino que más bien el juicio de estas acciones está relacionado con otra región del cerebro,
mucho más reciente, encargado de la toma de decisiones. Resumiendo, la acción
directa activa más nuestro sistema emocional que cuando la acción es indirecta.
Los psicópatas, con grades deficiencias en las conexiones reguladoras de las
emociones, no ven diferencias en los dos casos expuestos anteriormente.
En los experimentos de Milgran, en los
que un individuo suministraba descargas eléctricas a una persona cuando ésta
fallaba una tarea de memorización, hubo un aumento de personas que se echaban
atrás en la aplicación de las descargas cuando se encontraban en la misma
habitación que la persona que recibía el eléctrico castigo. De nuevo, un ejemplo
más de la relevancia de la acción directa en las conductas coercitivas, y, por
supuesto, aunque no es el tema a abordar, en las afectivas.
Cada vez nuestras relaciones
interpersonales son más abundantes. Redes sociales, chats, mails. Podemos
decidir en un instante, mientras que esperamos en la cola del supermercado por
ejemplo, hablar con alguien. Solo tenemos que sacar nuestro Smartphone y ver
quién, de esos 752 amigos, se encuentra online en ese preciso momento en el que
el empleado de caja del súper no sabe el código de la remolacha. Acceso
instantáneo, pero de acción indirecta.
Las maravillas de la tecnología, la
majestuosidad de las herramientas comunicativas impensable hace no demasiados
años. Hoy mismo he estado hablando con una amiga que está en Hawái, mandándonos
fotos e intercambiando opiniones de la subjetiva apreciación de la belleza de las
playas del mundo. Hoy mismo he visitado Hawái, y eso es un dinero que me he
ahorrado (véase la ironía).
*
Los niños menores de seis años suelen
realizar un juicio moral basándose más en las consecuencias de una conducta que
en la intención de la misma. Ellos no ven la diferencia entre romper el
precioso jarrón de mamá que decora el salón desde hace años al tropezar sin
querer, que no romperlo aún habiéndole tirado, en un momento de rabieta
descontrolada, una pelota adrede con la intención de hacerlo estallar en mil
pedazos. Esto es porque, aunque no lo crean, existe un área en nuestro cerebro
(y esto es ciencia. Podéis ver más pinchando aquí) encargada de evaluar e
interpretar lo que piensan los demás y así poder emitir juicios morales. Esta
área, llamada área temporoparietal derecha, se activa, y con esta activación
interpreta y evalúa, cuando vemos a una
persona realizando una acción. Lo que le ocurre a los infantes menores de 6
años es que, al igual que otras muchas regiones cerebrales en la infancia, el
área temporoparietal derecha no se termina de desarrollar hasta aproximadamente
esa edad. Seguro que muchos de vosotros, alguna vez en vuestra infancia, aún
sin haber tenido intención de realizar algún que otro destrozo doméstico, oyó
la voz acusica de un hermano que decía: “te la vas a cargar cuando se entere
mamá”. En el experimento, como habéis leído, se inhibía, con estimulación magnética
trascraneal, esa región cerebral y los participantes, adultos, realizaban
juicios morales no ya por la intencionalidad de la conducta, sino por las
consecuencias, intencionadas o no, que éstas tenían.
*
¿Cómo podríamos relacionar estos dos
conceptos, acción directa o indirecta, y juicios morales dependiente de la
intención o las consecuencias?
¿Serían simples especulaciones vaticinar
que las carencias comunicativas directas que los medios virtuales están
provocando nos están permitiendo realizar conductas que de alguna otra manera
no realizaríamos si nuestras acciones y relaciones interpersonales se
realizaran de una forma más directas y que, al mismo tiempo, situándonos ya no
en el papel del autor o ejecutor de la conducta indirecta, sino en el de la
persona que es víctima de ésta, estas formas de conexiones virtuales indirectas
podrían estar modificando nuestros sistemas neuronales implicados en los dos
“tipos” de juicios morales descritos anteriormente?
Pero no solo las acciones indirectas
comunicativas se realizan a través de la red de redes. ¿Quién no ha
experimentado la agresividad de alguna persona desde el interior de su
vehículo? ¿Quién no ha oído cómo la multitud insultaba a un árbitro de fútbol?
Seguro que si ese conductor que muestra una actitud agresiva o ese espectador
insultante estuvieran directamente en contacto con las personas víctimas de sus
conductas amorales la cosa era bien distinta. Claro está que podríamos achacar
esa agresividad a la cobardía de estos individuos que se aprovechan de la
inaccesibilidad de la otra persona para expresar su frustración vital (y seguro
que así es), pero me atrevo a decir que, sin duda alguna, ese distanciamiento nos
deshumaniza, aniquilando nuestra empatía, y por esa razón el ser frustrado es
capaz de realizar esa conducta.
Por el contrario, ¿cómo juzgar una acción
y/o un comportamiento como intencionado o no sin entablar acciones directas,
desde el otro lado de la barrera comunicativa que es internet, el automóvil o el
cordón policial que rodea el estadio de fútbol? ¿Cómo emitir el juicio objetivo (dentro de toda la objetividad posible en un mundo subjetivo) de una
acción virtual? ¿Nos deshumanizan las redes sociales, los grupos de Whatsapp y
los e-mails, y nos regresan a una infancia aún en vías de desarrollo moral?
Sin duda, el papel de las neuronas espejo
(ese conjunto de neuronas encargadas de imitar el comportamiento ajeno, cuyo
papel en el aprendizaje por observación es determinante y necesario y, a su
vez, encargadas también de descifrar el estado emocional de los demás, ese
conjunto de neuronas madres de la empatía) juega un papel relacional fundamental tanto en la capacidad de tomar una decisión por acción directa o indirecta como para
emitir un juicio moral correcto y satisfactorio para la sociedad actual.
Claro que, ¿cómo mirarnos a un espejo que
se esconde detrás de un teclado?
Homo ludens (1938) es el título de un libro publicado por el profesor, historiador y teórico de la cultura holandesa Johan Huizinga. En el libro, cuyo título se podría traducir al español como Hombre que juega, el escritor utiliza este término de la teoría de juegos y analiza su importancia social y cultural. En efecto, la tesis principal de Johan Huizinga destaca que el acto de jugar es consustancial a la cultura humana en su ensayo sobre la función social del juego. La verdad que cuando leí el libro y afirma que el ser humano no deja de jugar hasta que muere, no lo tome demasiado en serio. Leo lo que escribes y me hace reflexionar, porque sustituir las relaciones sociales por virtuales enciende esa tendencia innata lúdica ya que al no vernos, no existir vida compartida se miente mucho mas y adoptándose personajes y roles idealizados. El problema de las relaciones virtuales es que estemos mas cerca de accionar la palanca que se empujar a la vía y generar ese tipo de habilidades sociales no es positivo. Me ha gustado mucho esa reflexión y cuidado con los juegos, que a veces estallan en las manos.
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